Cuando vamos de viaje, tenemos dos opciones. A saber:
1- Hacernos con un plano gratuito del hotel, donde
encontraremos, perfectamente indicados con pequeñas huellas o puntos rojos, los
recorridos que nos conducirán a los puntos de interés general, pasando por las
mismas calles que el resto de turistas despistados, girando las mismas esquinas
y parando en los mismos bares a probar las mismas especialidades culinarias.
y 2- Cerrar los ojos, agudizar los oídos, afinar el olfato,
abrir los poros… Y saborear, tocar, preguntar, escuchar, descubrir rincones de
la ciudad que nos cuentan sus secretos, sus romances, que nos enseñan facetas sutiles,
inesperadas. Incluso mágicas. Recorrer la ciudad comiéndola, pintándola,
oliéndola, colándonos a través de sus puertas entreabiertas. Aprendiendo sus canciones,
¡bailándolas!, espiando a través de sus ventanas.
Y cuando hayamos elegido, nos daremos cuenta de que la
ciudad no son solo sus edificios, ni varios hitos sobre un plano. Porque cada
ciudad esconde verdaderas obras de arte que esperan ser enmarcadas por algún
Arquitective curioso.
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