0, 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, 89, 144,... ¡ORO! Qué
razón tenía Pitágoras al afirmar que las matemáticas eran una ciencia mágica,
que todo lo que conocemos se basa en las mismas fórmulas que nos da tanta
pereza aprender cuando solo cuentan manzanas, o peras, o los euros que gasta
María cuando va a comprar el pan. Pero al presentar a Leonardo y a su hombre de
Vitruvio, algo cambia: de repente, 60 ojos como platos (62, porque el profesor
también cuenta) fijan la vista en un ombligo, centro del círculo, y en –no sin
rubor- unos genitales, centro del cuadrado, y se desorbitan siguiendo esa
espiral áurea que todo lo dicta.
Proporciones, divinos ritmos que evitan que nos cuelguen las
piernas en las sillas, que hacen que las cosas sean cómodas, que, sin saber muy
bien por qué, nos dan la tranquilidad que proporciona la armonía. Los griegos
encontraban la belleza en las formas proporcionadas; esta semana, gracias a
ellas, 180 señores Modulor han encontrado un espacio habitable.
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