viernes, 4 de enero de 2013

Espacios escultóricos. 3 de enero de 2013

En la época clásica, lo más importante de la obra de arte era el objeto en sí mismo. Hasta que las mentes curiosas se adentraron en el apasionante mundo de la percepción, de los puntos de vista y del papel de la subjetividad del espectador. La escuela de la Gestalt empezó a "engañarnos" con sus leyes y artistas como Chillida, Oteiza, Moore y los propios Mies y Le Corbusier comenzaron a jugar con el vacío, con aquello que queda dentro, sin lo cual nada tendría sentido.

Ya en el siglo V a. de C., el filósofo chino Lao-Tsé afirmaba que “lo que le da valor a una taza de barro es el vacío que hay entre sus paredes”. Y como en la taza, esa ausencia de masa se hace imprescindible en cubos, bolsas, zapatos, peines, cucharas… ¡Y en estómagos!

Así pensaba también Mondrian, cuando en su obra “Nueva York” (1942) coloreó las calles y dejó en blanco las manzanas, transformando el vacío en lleno, conmutando el positivo y el negativo: demostrando que ambos se necesitan mutuamente para dar sentido al conjunto.

   

Mientras confeccionábamos nuestras superposiciones, nos dimos cuenta de que, a veces, los que consideramos recortes sobrantes son, en realidad, las verdaderas obras de arte; de que el fragmento que rechazamos puede ser el que nos falta para completar nuestra creación. De esta manera, poco a poco, fuimos llenando la ventana de contrastes.



Tras retomar fuerzas con una dosis de potasio y azúcar, retomamos el papel de escultores. Partiendo de maquetas de trabajo, construimos los espacios escultóricos que más tarde ocuparíamos, unos deslizándonos por sus cascadas; otros capitaneando una nave; los más osados, lanzándonos en paracaídas desde su cubierta verde turquesa.  




                      


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