Ya en el siglo V a. de C., el filósofo chino Lao-Tsé afirmaba
que “lo que le da valor a una taza de barro es el vacío que hay entre sus
paredes”. Y como en la taza, esa ausencia de masa se hace imprescindible en
cubos, bolsas, zapatos, peines, cucharas… ¡Y en estómagos!
Así pensaba también Mondrian, cuando en su obra “Nueva York”
(1942) coloreó las calles y dejó en blanco las manzanas, transformando el vacío
en lleno, conmutando el positivo y el negativo: demostrando que ambos se necesitan
mutuamente para dar sentido al conjunto.
Mientras confeccionábamos nuestras superposiciones, nos dimos cuenta de que, a veces, los que consideramos recortes sobrantes son, en realidad, las verdaderas obras de arte; de que el fragmento que rechazamos puede ser el que nos falta para completar nuestra creación. De esta manera, poco a poco, fuimos llenando la ventana de contrastes.
Tras retomar fuerzas con una dosis de potasio y azúcar, retomamos el papel de escultores. Partiendo de maquetas de trabajo, construimos los espacios escultóricos que más tarde ocuparíamos, unos deslizándonos por sus cascadas; otros capitaneando una nave; los más osados, lanzándonos en paracaídas desde su cubierta verde turquesa.
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