sábado, 26 de mayo de 2012

Playground vertical. 26 de mayo de 2012


De pequeña, de camino al colegio, yo jugaba a “no pisar”. Las reglas del juego eran sencillas: recorrer el trayecto a saltos sobre los registros de las aceras. Perdía el primero en posarse sobre una baldosa.

Veinticinco años después, Julia cruza los pasos de cebra como si de peligrosos océanos se tratasen, brincando encima de las líneas blancas, porque las grises están plagadas de tiburones. 
Sin embargo, a sus padres ya no les asustan los tiburones. Al igual que yo he dejado de transitar las calles a botes, buscando rutas alternativas de tapas de fundición. 

¿Cuándo perdemos las personas esa capacidad de reconvertir los espacios para nuestro disfrute? Quizás sea en el momento en que empezamos a llamarnos adultos y la vergüenza, el pudor o simplemente la rutina nos arrebatan la picardía de divertirnos con cualquier elemento urbano. Quizás (especialmente en los tiempos que corren), deberíamos volver a usar las papeleras como canastas, el despiece de las aceras como rayuelas y las señales de tráfico como juegos de barras. En definitiva, recuperar la ciudad como ese enorme jardín de juegos que fue para nosotros en su día.


Hoy, nuestros arquitectives han reflexionado acerca de los parques, sobre cómo su diseño, generalmente, se centra más en la seguridad y en la tranquilidad de los adultos que en la diversión de sus usuarios directos. Pero, señores diseñadores de parques infantiles, ¡los toboganes y los columpios (homologados) no entran dentro de su imaginario! Ellos nos piden suelos de camas elásticas, zonas de agua y de arena donde ensuciarse, montañas y túneles donde esconderse, cuerdas para trepar (porque ya irán ellos con cuidado a no caerse).  A partir de ahí, construyen su propio playground horizontal, cual Aldo van Eyck en los solares de Amsterdam. Y nos regalan a golpe de tiza la maravillosa sensación de que los adultos, a pesar de serlo, podemos recuperar la sonrisa que nos provocaba jugar en la calle. Divertirnos en la ciudad. 



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